Hoy te vi en el tráfico.
Bueno, no a ti, sino a tu carro.
Estaba seguro de que era el tuyo.
No, no le vi la placa, que igual nunca me la aprendí.
Lo reconocí por las puertas, por tu carro de dos puertas,
que hacía que nos costara demasiado,
cuando nos íbamos los dos juntos al sillón de atrás.
Esa era nuestra parte favorita de tu carro,
que aunque muy estrecha para quitarte tus estrechos pantalones de lona,
parecía ser lo bastante amplia cuando, desnudos, nos abrazábamos.
Aún recuerdo esa vez, en esa fiesta (¿recuerdas?)
en que sabía que la estabas pasando mal
y yo me quedé hasta el final,
hasta que te fueras,
para acompañarte hasta el parqueo.
Ahí te subiste a tu carro y querías llorar.
Y te pregunté si estabas bien,
aunque en realidad te quería decir: “Te llevo a tu casa; dejo mi carro acá y dormimos juntos”.
Pero el miedo me negó a decírtelo.
Desde entonces amo a tu carro,
porque te llevaba a mí.
Desde esa vez, desde entonces.
Pero ya no más.
Por eso me emocioné al ver tu carro en el tráfico.
Ese tráfico intenso como el de La autopista del sur el domingo por la tarde.
Tú no me viste, o al menos disimulaste bien.
Yo tampoco te vi. En medio del caos vehicular,
no quise buscar tu rostro.
Quizá el tráfico no me lo permitió.
Quizá mi miedo no me lo permitió otra vez.
Pero sabía que era tu carro.
Sin verte, sabía que ibas ahí.
Y cuando mi carril estaba libre,
y sin que activaras el pidevías
te dejé pasar, como enésima prueba de mi amor.