Pasé mi infancia en los alrededores del Cerrito del Carmen y por eso la época entre la segunda quincena de julio y la primera de agosto era de las más alegres, por la presencia de las ferias. La primera en el mismo cerro, por la festividad de la Virgen carmelita, y la segunda por la Virgen de la Asunción, del otro lado de la Calle Martí.
Al principio, iba con mi papá a la feria, para subirme a los carritos chocones o para disparar al tiro al blanco, en donde una calavera bailaba al son de Bronco, Juan Gabriel o la Sonora Dinamita. Años después, me di cuenta de que acertarle a esas estrellas oxidadas no era tan difícil como parecía a mis nueve años, pero en aquel entonces me sentía orgullo por atinarle y ganarme un llavero de quetzal o una figurita de plástico.
Pocas cosas me eran prohibidas. Por ejemplo, comer garnachas o torrejas, las cuales afortunadamente me parecían tan grasosas que no lamenté perdérmelas. Lo que siempre me dio curiosidad eran esos minicircos, es decir, casetas en las cuales un señor con una extraña voz anunciaba los fenómenos más extraños de la naturaleza, como la niña que se convirtió en serpiente por ser desobediente.
“¡CUIDADO, NIÑOSSSSSHHHH!”, gritaba el dueño del show. Yo nunca pude entrar, porque según mi papá era un espectáculo muy malo y no valía la pena. Pero eso sí, yo mostraba que había aprendido la lección y procuraba ser obediente, no fuera a ser que yo me convirtiera también en culebra y mi destino fuera andar viajando de feria en feria mientras me mostraban al público que estuviera dispuesto a pagar por ver mi conversión, como si hubiera sido un personaje de Franz Kafka.
Pero en donde destiné mayores horas fue en la lotería: ese espacio democrático en que se pagaba una pequeña suma por un cartón y la suerte decidía a quién otorgarle un juego de seis vasos o una cubeta para el detergente.
“Va girando la tómbola y va saliendo la primera ‘balotita’… Anda tomado y va chuleando patojas… No, no es el borracho… Es EL SOLDADO”, decía el animador, a quien no había perderle detalle, para evitar cometer un error.
Desde el punto de vista del jugador, había dos posibilidades: una de tener el cartón vacío e ir poniéndole un frijolito con cada figura que tenían. Y la otra: ponerle un frijol a todas las figuras e írselas quitando a medida de que iban saliendo de la tómbola.
Va atravesando el Cerrito del Carmen sin temor a que se le aparezca la Llorona… No, no es el Valiente… Es EL BORRACHO”.
La opción de ir quitando los frijolitos era mejor, porque en caso de ganar uno iba con el cartón vacío. En cambio, con la opción de poner los frijoles, era peor, porque el menos experimentado iba haciendo malabares hasta llegar con el ayudante del conductor, quien debía revisar si ciertamente había completado el cartón, mientras todos atentos también estaban pendientes de que no estuviera cometiendo algún fraude.
“A pesar de ser una dama, es mucho más valiente, porque sale cuando es de noche, no como el Sol que solo sale cuando es de día… No, no es la Muerte… Es LA LUNA.”
Por parte del organizador, había dos posibilidades: cartón lleno y lotería rápida. La rápida consistía en obtener una fila de tres, ya sea vertical, horizontal o diagonal. Todo era una feliz convivencia de una tarde-noche de feria, hasta que el animador anuncia que vendría a la suerte de la tómbola un elefante.
“Suena al son que le toque el paso de una bella dama y a veces se le oye decir: tan-ga-la-na, tan-ga-la-na… No, no es la campaña… ES EL CORAZÓN.”
Ganarse tres elefantes, allá en mi barrio, entre mi gente, era de muy buena suerte. En algunos, se observaba a un elefante ganado en la lotería. A veces, algunos desafortunados, habían pasado años solo con dos, lo cual era considerado de mala suerte. Pero, eso sí, en el momento en que una familia se ganara tres elefantes en la lotería, era como que si Dios volteara a ver y escuchara todos los ruegos de los dueños de los paquidermos de yeso.
“Va tejiendo en sus telarañas, engatusando a las moscas muertas para devorarlas con todo su apetito… No, no es la araña… ES LA DAMA.”
En el caso del elefante, la situación se tornaba tensa. Varios “mirones” compraban el cartón solo por la figura de cerámica y el espacio democrático se llenaba. Había una pelea previa por los frijoles, a tal punto de que algunos ya no alcanzaban y tenían que hacer un acto de buena memoria al recordarse todas las figuras que ya habían salido. “¡LOTERÍA!”, gritaba un niño travieso, pero todos sabían que era imposible, pues ya conocían todos los cartones de memoria y sabían, por sus cuentas mentales, que no era posible. Los papás estaban pendientes del cartón de sus hijos y a veces se les iba la “baranda” con su propio cartón. “¡LOTERÍA!”, gritaba uno de estos adultos que se querían pasar de listos, pero al corroborar el cartón se daban cuenta de que le faltaba el bandoneón.
Al paso de unas treinta figuras, había cuatro o cinco personas que ya solo les faltaba una para llevarse el elefante. Varios pescueceaban para saber qué figuras le faltaban al otro.
Finalmente, salió. “LA MUEEEERRRRRTE”, dijo en voz bajita el animador, porque sabía que al menos dos cartones les faltaba esa figura. “LOTERÍA”, gritó una voz chillona de una viejita rezadora de la misa más madrugadora del Cerrito del Carmen. Un segundo y tres décimas después, gritó “LOTERÍA”, un don panzón sin camisa, que no pudo gritar a tiempo, porque se le atragantó la garnacha que estaba comiendo.
Y como presagio de la última figurita, hubo controversia que casi llegaba a un final trágico, pero que el animador supo resolver al ofrecerle al señor panzón una olla de peltre azul con puntos blancos. “A ver si aprende a no ser tan pasmado para la próxima”, le dijo sonriendo mientras se lo daba y la risa de todos le hizo recordar que estaba en una feria y que la suerte del elefante estaba escrita que la tendría esa viejita, que a sus 79 años logró su tercer paquidermo, el de la buena suerte, pero que tendría pocos años para disfrutarlo y ya, para estas alturas, ya ni se acordaba que para qué quería tener buena suerte.