Pasé mi infancia en los alrededores del Cerrito del Carmen y por eso la época entre la segunda quincena de julio y la primera de agosto era de las más alegres, por la presencia de las ferias. La primera en el mismo cerro, por la festividad de la Virgen carmelita, y la segunda por la Virgen de la Asunción, del otro lado de la Calle Martí.
Al principio, iba con mi papá a la feria, para subirme a los carritos chocones o para disparar al tiro al blanco, en donde una calavera bailaba al son de Bronco, Juan Gabriel o la Sonora Dinamita. Años después, me di cuenta de que acertarle a esas estrellas oxidadas no era tan difícil como parecía a mis nueve años, pero en aquel entonces me sentía orgullo por atinarle y ganarme un llavero de quetzal o una figurita de plástico.