No soy de los que me despierto de mal humor.

Al contrario, amanezco feliz

y porque detesto la estaticidad

me es imprescindible salir

a demostrar lo que hay dentro de mí

pero poco a poco la alegría se va borrando de mi alma

para dar paso a las mezquinidades cotidianas:

El piloto del tráfico que te atraviesa el carro para que no pasés.

La señora del desayuno que te cobra de más, solo porque no tiene vuelto.

Los jefes que te empiezan a exigir por WhatsApp desde antes de llegar a la oficina.

Las noticias…

las apariencias…

las redes sociales…

el idiota de la radio que está ahí y ni sabe hablar bien…

Todo, todo el sistema está elaborado para que la persona común y corriente destaque por encima de los demás.

 

Y nadie parece advertir al tipo que tiene talento que va a llegar tarde porque un piloto le atravesó el carro en el tráfico. Nadie se compadece de la mujer que tiene hambre y se conformará con comprar un jugo en la esquina, aunque tenga que pagar más. Ni del empleado que día a día cumple sus metas, sin importar que su jefe le quite el tiempo con su odio.

 

Mientras que Jimmy Morales almuerza chicharrones en el Mercado Central, ignorando la crisis del Zika en Guatemala. Y Neto Bran atendiendo el call center de Mixco, sin importarle que los pobladores están hartos de las extorsiones. Y el tipo de la radio da soluciones estúpidas de lo que cree él que deben ser las cosas. Todos, mereciendo alabanzas por ser comunes y corrientes, por copiar ideas, por evadir, por ser mercenarios de los likes en las redes sociales, todo, todo el sistema hecho para que la mediocridad sea el centro de nuestro sistema, a pesar de que Galileo Galilei nos dijo que era el Sol.

 

Y yo que me creía especial y que voy sonriendo por la calle para ver si alguien se da cuenta de lo que soy, sin necesidad de que me elogien ni de decirles que yo soy el centro del universo

 

Y sin embargo, me muevo.

Y nadie parece darse cuenta.