Fue uno de los cuerpos que más rápido se encontraron: Quainy Bonilla fue localizado el viernes 2 de octubre, menos de doce horas después del alud que enterró la mayor parte de la comunidad El Cambray II.
Pero hoy por hoy es una de los 220 fallecidos confirmados de esa tragedia. Un número más.
Casi una semana después, cuando ya no había ninguna esperanza de encontrar vida debajo de aquel alud; cuando las condiciones en que los bomberos y los socorristas ya trabajan por inercia, sobre ese desierto de montaña despeñada, con el olor putrefacto entrando en sus poros, el clima se vuelve sobre humano.
Es inútil el trabajo. Una semana después ya no se encontrarán vivos. Ni siquiera se encontrarán cuerpos enteros, que por la descomposición se romperían con el viento, no digamos cuando la maquinaria pesada escarba entre la tierra apelmazada.
Los socorristas siguen escarbando. Ya no saben por qué. Sensatamente, la búsqueda debió haber parado hace mucho tiempo, a las 72 horas del desastre. Pero la esperanza de los familiares de los desaparecidos les pide, les exige que continúen. Creen ellos que abajo podrán encontrar los cuerpos. ¡Y quién quita: hasta vivos! Pero eso ya es imposible, a pesar de las ilusiones que pudieran estar recónditas en el último rincón del corazón.
Y en este escenario postapocalíptico, cuando ya es imposible hallar vida, y los rescatistas se pelean con las aves de rapiña para que no se lleven los restos humanos, se encuentran con una cápsula de historia.
Sí, había vida; no humana. Mejor dicho, había vidas ahí. No simplemente un número. No solo un nombre. Tras varias horas de escavar, los bomberos encontraron una caja en donde se encontraban guardados los recuerdos de Quainy Bonilla: sus medallas alcanzadas en sus 18 años de vida; algunas a nivel internacional. Y su uniforme que lo identificaba como parte de las competencias del ciclo olímpico.
No, no era un cuerpo con vida. Pero los bomberos sonrieron porque detrás de esas miles de toneladas de tierra, encontraron señales de vida. Esperanzados, como si hubieran encontrado un tesoro, buscaron testigos para mostrar su hallazgo. Quizá Quainy murió, pero mientras a alguien le brillen sus ojos al recordarlo, no será tan malo para su recuerdo.
La mayoría de nosotros pasaremos de largo en este mundo y una semana después de nuestra muerte, quizá nuestra historia no le interese a nadie. Pero bajo este desierto de corrupción e impunidad, unas medallas (que ni siquiera eran olímpicas) de Quainy hicieron pensar a esos rescatistas que, por lo menos, ese día de aguantar el olor de la muerte, valió la pena.