Éramos con la Comunidad del Anillo, solo que sin un propósito tan noble como el de destruir todo el poder concentrado en una sortija. Más bien, lo único que queríamos era que cada fin de semana tuviéramos una fiesta de quince años para ir a bailar.
Empezamos muy jóvenes, es decir, como a los 13 años, y a los 15 ya estábamos cansados de ir a los quince años, pero igual, siempre íbamos.
El grupo estaba compuesto por cuatro personas. A veces se sumaban otros tres o siete, pero solo si era para fines utilitarios, es decir, que esos “agregados” nos proporcionaran invitaciones para ir a una fiesta.
Lo importante era que cada viernes y sábado tuviéramos dónde ir a bailar. No importaba que solo tuviéramos invitación para una persona. Nos volvimos expertos en falsificar las tarjetas, y ni siquiera los soldados del Club de Oficiales, con su estricta seguridad, se daban cuenta de la imitación.
Yo era el experto en falsificar. Tenía mi fuente: una librería que tenía prácticamente todo tipo de papel y una impresora a colores. Así que necesariamente el grupo tenía que recurrir a mí; tenía mi puesto asegurado.
Por si acaso, incluso falsificaba unas cuantas más, que terminaba repartiendo a otros jóvenes que esperaban afuera de los salones, para ver si los dejaban entrar.
La gloria era cuando no necesitábamos falsificar, sino que nos invitaban de a de veras.
Luego, nos volvimos tan descarados, que ya ni siquiera nos preocupamos por llevar invitación; sabíamos en qué salones nos dejaban entrar solo así. Por aquel tiempo, nos gustaban las fiestas del Club de Oficiales, del Cortijo Reforma o de la Cámara de Industria, en donde creo que fue mi última vez como colado.
Era como una droga: necesitábamos huir de nosotros mismos. Aunque nunca fue una competencia entre nosotros mismos, sí teníamos estándares de éxito para una buena noche. Por lo menos, debíamos bailar con tres mujeres diferentes. A veces, entre más, era mejor: catorce o veinte parejas distintas. A veces era bailar con casi todas; otras veces era mejor bailar por mucho tiempo con una sola, platicar y enamorarse de sus ojos.
Pero, sin duda, el mayor logro siempre sería bailar pegado las canciones románticas, después de cantar el pastel. Y, en especial, si bailabas así como la quinceañera.
Creo que lo logré pocas veces. O quizá fueron muchas. En realidad, la preparación era larga para lograrlo. Empezaba desde la mañana, falsificando las invitaciones. Luego, pasar toda la tarde arreglándome para la noche; un buen peinado y la ropa adecuada, eran esenciales. Como a las 6 de la tarde, había que repasar algunos pases de baile y algunas estrategias con el grupo, por ejemplo, el de poder intercambiar de pareja, o de tener algunos códigos secretos para que entendiéramos cuál era la que nos gustaba.
Ya en la fiesta, lo más importante era estar desde el principio, antes de que empezara la música. Una vez arrancara, la timidez de muchos nos daba cierta ventaja, pues no a todos les gusta estar bailando al centro del salón, bajo la mirada acusadora de todos los invitados y los colados.
Con ello, se lograba el bailar con la primera. También te daba tiempo para estar con alguien más. Usualmente, cada ronda de baile duraba poco menos de una hora, dependiendo de si tu pareja de baile estaba interesada en seguir. Si no, podría ser que solo tres canciones duraras y, so pretexto de tener que ir al baño, te decía que ya no.
Lo peor era estar con alguien que solo le interesaba bailar. Y bailaba hasta lo que no. No hablaba, porque estaba concentrada en bailar. No iba al baño, porque no quería dejar de bailar. Y si tenía sed, te pedía que le consiguieras una bebida, tomaba un trago y te jalaba para seguir bailando.
Entonces tocaba ser cruel y decir que era uno el que necesitaba ir al baño.
Pero el momento clave era el pastel, que usualmente era a las 12 de la noche. Entonces, para las 11 debías estar con la mujer que te gustaba y tratar de que llegaran bailando hasta que sonara el Happy Birthday. No había que bajar la guardia. Había que inyectarse adrenalina, a veces, para tomarla de la mano e ir juntos a ver a la quinceañera soplar sus velitas.
Había una dificultad más. Como Cenicienta, la mayoría de las mujeres permanecían solo hasta las 12; los bocinazos, afuera, hacían comprender que los papás se encontraban furiosos por esperar tanto. Pero tenías que ser persuasivo para hacerla esperar solo una canción más: Don’t dream it’s over, que por alguna razón siempre era la que ponían después del pastel.
Si lo lograbas, era como bailar volando, y mientras los bocinazos seguían sonando afuera, le cantabas al oído: “They come, they come to build a wall between us”. ¿Qué sabíamos de penas en ese entonces? Para esos años, creíamos que “ellos” eran nuestros padres, tratando de separarnos con prisa, para poder irse a casa a dormir, por fin.
Y aunque muchas veces estuve a punto de que me golpeara algún padre iracundo, la recompensa era muy buena: un papel con su teléfono, el cual sonaría no al día siguiente, para no lucir demasiado tonto. El martes o el miércoles estaba bien; ni muy rápido, ni muy lento.
Y mucho mejor si el objetivo era la quinceañera.
Después de eso, solo quedaba el retorno con la comunidad, y contarnos de cómo nos habíamos enamorado de esos ojos mientras bailábamos.
*Ahora que lo pienso, Don’t dream it’s over es de todo, menos una canción romántica. Nunca entendí por qué la ponían en las fiestas de quince años. Pero bueno, creo que hay que bendecir a los torpes DJ’s por saber poco inglés y que hubiesen convertido esa canción en un icono que ahora forma parte de nuestro inconsciente colectivo.