El olor de los libros nuevos

libros

Era diciembre, ¿o quizá noviembre?, y recuerdo a mi padre volver a casa por la noche con una bolsa plástica transparente llena de útiles escolares.

Sí, eran mis libros, cuadernos y otros útiles escolares, que me servirían el año siguiente, cuando entrare en Preparatoria.

Ese año no recuerdo mucho lo que pasó con mi vida. Creo que pasé más tiempo en la cama enfermo que estudiando. Primero habrá sido la hepatitis. O quizá antes fue una de las siete infecciones de oído que sufrí ese año y que me mantuvo delirante de fiebre. O un ataque de bichos que me llenó de ronchas amarillas todo el cuerpo.

Alguna vez, recuerdo, que un doctor particular llegó a la casa. No me quiero ni imaginar lo preocupados que estaban mis papás por mí, para que llegaran a ese punto de conseguir un doctor que llegara, algo que hoy por hoy consideraría imposible, a menos de que el médico fuese de la familia.

Al día siguiente, recuerdo que pude asistir al colegio y mis tareas escolares estaban realizadas, aunque yo no las hubiera podido hacer. Supongo que fue mi padre, y aún no se lo he agradecido. Muy probable es que no se recuerde si se lo menciono ahora.

En ese terrible año, aprendí a odiar los antibióticos. Aún no había muchas medicinas con el sabor a fresa de estos años. Antes sabían a hongos, equivalente a tragarse una onza de penicilina, que dejaban la boca y la lengua dormida con solo tragarla. Y no digamos el estómago, deshecho.

Aunque ya no recuerde el orden de mis enfermedades en ese año, lo que sí recuerdo fue ese momento en que mi padre, unas semanas antes de empezar la Preparatoria, llegara con todos mis libros.

Recuerdo que los devoré. No solo los hojeé. Creo que prácticamente repasé cada letra que tenían. También los cuadernos, especialmente los que no tenían líneas, que siempre adoré por encima de los cuadernos con líneas, cuadrícula y los odiosos de doble línea. Hoy día prefiero las hojas en blanco que los barrotes que suponen las líneas o cuadrículas.

También prefiero dibujar mis ideas, más que escribirlas, pero eso es otra entrada al blog.

En una noche, repasé todas las lecciones que vendrían. Aún por septiembre recordaba que el texto que recién me había dictado la maestra, yo ya la había leído y aprendido desde hacía mucho tiempo.

Desde entonces aprendí a amar el olor de los libros nuevos, que aún no sé a qué huele. Supongo que a papel, si es que queremos ser demasiado prosaicos. Pero huele a Cielo, al olor a las papelerías, como la Arimany de antes, de la 9ª. calle entre la 10ª. y 11 calle, en donde podías entrar a despacharte el papel que querías.

Ese olor de libro nuevo desaparece pronto. Pero a medida que vas avanzando en el libro, o vas escribiendo en el cuaderno, recuerdas el olor que tuvo, y los sigues amando. Como cuando amas a una persona y, a pesar de que vas conociendo sus defectos, aún recuerdas la primera vez que te deslumbraste por su belleza.

Ese año lo hubiera perdido, por mis enfermedades; creo que solo me salvó esa noche en que mi papá llegó con mis libros nuevos y yo los devoré.

A partir de entonces, el ritual se repetía y me encantaba hojear y oler mis libros nuevos antes de iniciar el ciclo escolar.

A muchos años de haber dejado de estudiar, extraño ese olor de libros nuevos y para compensar la nostalgia, de vez en cuando compro un cuaderno sin líneas y mi corazón se emociona y mi estómago se revuelve, reviviendo los momentos de tensión la noche previa a volver a estudiar.

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