Augusto Monterroso nos enseñó, o al menos a mí, que la sátira no es para cualquiera. En su fábula “El Mono que quería ser escritor satírico”, el protagonista desiste de escribir sátiras por temor a herir y ofender a sus criticados (en especial a uno). Y eso que aparentemente era muy bueno para observar las mezquindades y los vicios sociales de sus alrededores, y tuvo que conformarse con el silencio, el misticismo y morir en el silencio.
En eso pensé este miércoles, un día después en que el catolicismo celebró la “universalidad” de su religión (los Reyes Magos, pues, ya que supuestamente provenían de diferentes regiones del mundo antiguo). Un ataque de extremistas religiosos asesinó a doce personas, dirigido en contra del semanario Charlie Hebdo, un semanario satírico que criticaba todo a su paso, incluido el extremismo religioso, no solo de los fanáticos islamistas, sino de los católicos y judíos también. Además, se burlaba de los vicios de los gobernantes de Francia y la Unión Europea, entre otros temas.
¿Que la sátira molesta a algunos? Sí, es cierto. Pero también es cierto que la mejor forma de cambiar el mundo es a través de una sonrisa. Qué mejor que vernos en el espejo cóncavo y deforme de nuestra realidad, para reírnos y, además, mejorar. Nadie es perfecto.
Tras este ataque surgieron los debates sobre la libertad de expresión. Al menos, hasta donde se ha comprobado por medio de la ciencia, un chiste no ha llegado a matar a nadie. Ni siquiera a aquellos que aseguran que se han muerto de risa.
Pero los golpes sí; la violencia, para ser más amplios. El fanatismo religioso, el genocidio, la tierra arrasada, los sicarios, Ríos Montt, los que matan de hambre al pueblo, los corruptos que se roban el dinero para las medicinas. Esos sí que hieren y ofenden. Expresarse no.
Je suis Charlie, también.